China se ha planteado como gran objetivo de la agenda política para
2020 la erradicación de la pobreza en el país. Su sola inclusión entre
las prioridades es de por sí un elemento a destacar y celebrar. En 1949,
cuando triunfó la Revolución, su PIB equivalía al de 1890. Unos 500
millones de personas conformaban una sociedad inmensamente rural,
analfabeta y pobre, con el país destrozado por una secuela de guerras,
tanto civiles como de agresión. La trayectoria desde entonces a hoy no
ha sido ni mucho menos rectilínea; no obstante, especialmente en la fase
iniciada a partir de 1978, en este ámbito concreto, el balance es
realmente portentoso.
El logro de una sociedad modestamente
acomodada, objetivo de larga data planteado por el PCCh, no puede ser
alcanzado plenamente en tanto persista una pobreza significativa. En los
años transcurridos de reforma y apertura, la explotación de la mano de
obra o la intensificación de las desigualdades daban cuenta de una China
tan crecientemente rica como insoportablemente injusta. La erradicación
de la pobreza no resuelve esas taras pero envía un claro mensaje de
otro signo.
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