El 31 de agosto pasado, Brasil sufrió un quiebre institucional producto
de un proceso de destitución al que fue sometida Dilma Rousseff,
presidenta elegida, cuya culpabilidad es cada vez más puesta en duda,
sobre todo porque su juicio político se pareció más a la pérdida de
mayoría parlamentaria o a un golpe parlamentario, que a un proceso.
Si
le preguntan a un brasileño en la calle, dirá que no sabe el motivo por
el cual Dilma fue sacada del poder. Tal vez diga que está involucrada
en la Operación Lava Jato. Pero no. Nunca fue citada, ni siquiera
mencionada por delincuentes confesos ni por delatores.
Rousseff,
tras ser traicionada por su vicepresidente, Michel Temer, quien llevó a
su Partido del Movimiento de la Democracia Brasileña (PMDB), a abandonar
la coalición victoriosa en 2014, fue acusada de “pedaleadas fiscales”.
Estas
pedaleadas fiscales son atrasos en la transferencia de dinero del
Tesoro a los bancos públicos encargados de programas sociales, como el
de apoyo a los agricultores. Por esto fue destituida Rousseff. Incluso
un fiscal, Iván Marx, archivó el caso en la justicia ordinaria porque no
había delito.
Pero como Temer abandonó a Rousseff y se pasó a la
oposición, logró que tres cuartas partes del Congreso, la misma cantidad
de los que están bajo sospecha en la Operación Lava Jato y en las
delaciones de los corruptores de la empresa Odebrecht, tomaran el poder
de Brasil y destituyeran a la mandataria. Los especialistas
independientes fueron claros: en caso de que hubiera delito a la ley
fiscal por el atraso en las obligaciones del presupuesto, esto no es un
delito de responsabilidad.
Rousseff fue suspendida el 12 de mayo pasado del cargo y destituida el 31 de agosto.
El
senador Romero Jucá, mano derecha de Temer y presidente del PMDB, dijo
en un audio que la caída de Rousseff era porque se tenía “que parar la
sangría”.
“Necesitamos de un acuerdo con todos, incluida la Suprema Corte, para poner a Michel Temer en el poder”.
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