Comenzaré por el fin: viernes 4 de marzo de 1977. Edificio Corkidi No 2,
Cali. Cualquier cantidad de seconales. En esa fecha decidí quitarme la
vida porque siempre sostuve: Vivir después de los 25 años es deshonesto: es un repetirse porque se ha superado la capacidad de asombro.
Sí, discutible; pero, así concebía la vida. Aún se escuchan voces de
quienes piensan que el suicidio obedeció a una actitud generacional;
algunos creen que fue un suicidio didáctico, una enseñanza; otros, que
fue un ejemplo para los de mi clase, la burguesía (¡que tanto se vio
afectada con mi novela!), e incluso para mis amigos. Nada de eso. Cada
cual entra en la muerte de una forma propia y particular: la que más se
le parezca. Y yo escogí el suicidio. Bastaba un empujón externo o un
resbalón interno para precipitarme al vacío: y esto fue lo que ocurrió.
Hecho que no contradice en nada mi tenaz e irrefrenable apego a la vida
durante los escasos —cronológicamente hablando— 25 años que viví.
Suficientes para dejar obra y morir tranquilo, para demostrar que la
madurez —esa palabra que tanto odié— no siempre va pareja con los años.
La narrativa colombiana “está integrada por ancianos que apenas si rozan
los 30”, decía Cobo Borda en un artículo que hacia el final expresaba:
“Así el niño castrado que aspira a volver al útero materno se convierte
en el hábil narrador que ‘organiza datos para elaborar un sufrimiento’”.
Todo ser humano, reconózcalo o no, anhela retornar a la madre. Tema
sobre el que hay bastantes ejemplos en la literatura: basta revisar
algunas obras de Hesse o Lovecraft, como Demian o Las aventuras oníricas de Randolph Carter, esas que algunos llaman literatura para adolescentes o para clases burguesas; o algunas de Camus, como El extranjero, La caída, La peste, con las que no se atreven a meter quienes decían algo por ahí.
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