Guayaquil, la ciudad más poblada, rica y desigual de
Ecuador, exhibe su naturaleza de la manera más cruda en estos días de
pandemia
El lenguaje humano cada vez dice menos. El léxico cotidiano se
estandariza y en su uso oculta más de lo que descubre, navegamos como
polizontes con banderas que nos permiten acodarnos a todo puerto y
elegimos la jerga que mejor disfraza nuestra identidad e intenciones,
que no nos atrevemos a confesar. Pero la realidad no es real y de pronto
viene un zas y se desmorona y quedan al descubierto nuestras
grandilocuentes e impostadas declaraciones. Es cuando lo siniestro
comparece sin envoltura a los ojos de todos. Es el momento en que el
lascivo Aquiles, cuando ya se ha consumado la victoria y se ha asesinado
a los hombres y esclavizado a las mujeres, pide que ante su tumba se le
sacrifique a la bella Polixemes. Es cuando en medio de la pandemia los
millonarios de Estados Unidos pretenden sin pudor que les sean
ofrendadas las vidas de sus trabajadores en nombre de la nación y la
economía. Solo bajo la premisa de una diferencia cualitativa de valor y
dignidad entre el dador y el receptor del sacrificio puede entenderse la
liturgia demandada: la muerte ritual del primero consagra la supremacía
del segundo, cuya existencia tiene una función superior para la
comunidad. Sobre esa base es sobre la que las oligarquías de antes y de
ahora demandan la inmolación de los otros.
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