El nazismo ha vuelto por sus fueros, es un hecho. Mientras el mundo entero
contiene la respiración y el sistema financiero se descabala ante la expansión
de una nueva variedad de gripe, no nos tiembla ni un pelo con las imágenes de
las docenas de miles de migrantes abandonados a su suerte en los campos de
refugiados griegos. Mientras la amenaza de propagación del coronavirus, con un
índice de mortalidad apenas superior al de un simple resfriado, provoca medidas
drásticas (y ridículas) para intentar aislar a 16 millones de personas en el
norte de Italia, las tercas ideas del odio y del racismo florecen en puños y en
incendios, evocando los momentos más oscuros de la historia de Europa. Europa,
sin embargo, no sólo lleva años ciega y sorda a una catástrofe humanitaria que
no hace más que crecer al borde de sus fronteras, poblando el Mediterráneo de
cadáveres, sino que tampoco ha movido un dedo cuando el gobierno griego ha
suspendido el derecho de asilo en una decisión sin precedentes que atenta
contra todas las leyes y normativas elementales.
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