Karl Marx, a los veintiocho años, en 1846, al entrarle a su
investigación sobre el suicidio y sus causas, anota: “La crítica
francesa, la crítica francesa de la sociedad, tiene una gran
superioridad en cierto aspecto: el ser capaz de dar cuenta de lo
contradictorio y antinatural de la vida no sólo en las relaciones entre
clases particulares, sino en todos los circuitos y figuras del
intercambio cotidiano de hoy”. Para el joven Marx investigar significa
lectura, interpretación y análisis de materiales de procedencia diversa,
ya sea novelesca como periodística. Si la teoría literaria, según Terry
Eagleton, es teoría política, cabe entender las exploraciones
literarias del joven Marx como disparadores y derivas de su actividad
filosófica, económica y sociológica. La literatura, un interés
constante, le permitirá adentrarse en los entretelones del sistema
capitalista, penetrar tanto en la intimidad de las alcobas como en el
submundo miserable de los hospicios y asilos donde se destierran la
pobreza y la demencia. “No es sólo de los escritores propiamente
socialistas de Francia que se espera una caracterización crítica de las
condiciones sociales”, escribe Marx. Desde su óptica, el folletín
resulta un intento bonapartista de igualar los sujetos, ricos y pobres,
mediante un armado efectista. Contemporánea suya, la producción
narrativa de Eugene Sue se convierte, no obstante los reparos de Marx,
en alegato contra la miseria y la opresión llegando a conquistar la
simpatía de un periódico fourierista. En su documentada y precisa
introducción de Marx y el suicidio (tres artículos tempranos y
prácticamente desconocidos de Marx en nuestro país), Ricardo Abduca
informa que en París, un trabajador desesperado llegó a colgarse en las
inmediaciones del domicilio de Sue declarando que elegía morir cerca de
alguien que “nos quiere y nos defiende”. A Sue lo seguirán en su
pseudorealismo, pródigo en complicaciones de argumento y tremendismo,
Víctor Hugo y Alejandro Dumas. La relación entre ficción y sociedad se
tensa en las novelas por entregas que cautivan un público lector voraz
necesitado de reconocerse en los dramones, aunque la compensación
moralista de los finales felices nada tenga que ver con la realidad y
responda a la moral burguesa. Reforzando esta perspectiva, Gramsci
llegará a plantear que el superhombre populista de Dumas –en alusión a
El Conde de Montecristi– debería leerse como una reacción democrática a
la concepción del racismo de origen feudal.
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