Las campañas electorales no son buenas para la inteligencia. En general,
sacan lo peor de nosotros mismos, y cuando nos referimos a los partidos
políticos exhiben mentiras intragables. Hemos abierto la campaña
con genialidades diversas: desde el temor sobrevenido al pucherazo
hasta la confesión de la siempre irritante Marta Rovira sobre los muertos que se evitaron por su buen hacer y su transigencia pacifista.
Cada vez que habla esta mujer, y si es en castellano doblemente, uno
toma conciencia de las peligrosas consecuencias de la inmersión
lingüística. No se la entiende y confunde las concordancias como si en
vez de vivir en Vic acabara de llegar de Kosovo.
No es que hable mal,
es que no sabe expresarse y eso suele suceder cuando el carácter de
ideas que maneja son tan pedestres que convierte en inevitable el que se
exprese deficientemente, con ese gorgorito -tarannà, dirían por
aquí- que la convierte en un personajillo recién recuperado para la
política pero que aún no ha salido de lo suyo, funcionaria inveterada
atenta a sus jefes. Habría que detenerse algún día en analizar por lo
menudo cómo esta casta funcionarial de tercera fila ha llegado a
copar unas responsabilidades que van mucho más allá de sus entendederas y
que probablemente sean el germen del lío en que nos han metido a todos.
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