La historia no va del reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel
de la administración de Donald Trump, ni del consiguiente desprecio
hacia el pueblo palestino y sus vínculos con la ciudad que ocupa un
lugar central en el nacionalismo contemporáneo palestino y en los
sentimientos islámicos y cristianos. De eso no va la historia, porque
tanto las distintas administraciones de EEUU como el sistema
internacional que tras la II Guerra Mundial reconocieron un Estado
fundado esencialmente sobre una limpieza ética, basado en la
discriminación racial hasta este mismo día, han albergado siempre tal
predisposición. La historia tiene que ver más bien con la supresión, por
parte de las potencias que dirigen el sistema internacional, de
cualquier pretensión de justicia o esfuerzo auténtico por la paz, aunque
sólo fuera puramente formal, enterrando de una vez por todas el penoso
proceso de paz israelo-palestino y convirtiendo la dispersión actual de
los palestinos en enclaves desconectados en el fin último de su empresa.
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