El pasado septiembre de 2017 entró en vigor el Acuerdo de Asociación
entre la Unión Europea y Ucrania, después de introducir las exigencias
holandesas (expresadas tras un referéndum) de que el convenio no
implicase que los ucranianos pudiesen vivir dentro del espacio
comunitario, ni obligaciones militares de defensa por parte de la Unión,
ni que fuese anuncio de una futura integración de Ucrania en Europa. El
propio embajador comunitario en Kiev, el diplomático francés Hugues
Mingarelli, advertía el mismo mes que el ingreso de Ucrania en la Unión
Europea ni siquiera está en la agenda comunitaria. Mingarelli no es una
figura menor: dirigió la delegación europea durante las negociaciones
del Acuerdo de Asociación con Ucrania. Además, desde enero de 2016, se
estableció entre ambas partes un área de libre comercio, que provocó la
suspensión de otro acuerdo comercial entre Ucrania y la CEI, solicitada
por Rusia, para evitar así la entrada en territorio ruso de productos de
la Unión Europea, a través de Ucrania, sin el pago de aranceles. Ese
Acuerdo de Asociación era un objetivo largamente acariciado por Kiev.
Sin embargo, el insatisfactorio balance de los dos últimos años y el
panorama que se abre han llevado al gobierno de Poroshenko a reclamar la
revisión del Acuerdo con la Unión Europea. Mientras tanto, la
implantación de criterios de la Unión Europea va a suponer la progresiva
desindustrialización del país, cerrando los combinados industriales
creados por la Unión Soviética, y su conversión en un estado
predominantemente agrícola y suministrador de materias primas. Un
incierto futuro.
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