Entre todas las cosas bellas que encarnaba mi prima Nadya, llevaba
dentro de su corazón un profundo amor por su patria, Palestina. Como yo
se enamoró de nuestro pueblo en Palestina -que nunca pudo visitar-
porque nuestra abuela tejió bellamente una imagen de él en nuestras
mentes con sus historias, canciones e higueras. Como el mío su corazón
estaba agobiado por el dolor del exilio forzado y las sombras oscuras
que arrojaba sobre el sentido de pertenencia y la sensación de seguridad
y paz interior. Como yo veía aparecer a Palestina de pronto en los
colores de sus pendientes, en la superficie suave del lienzo que pintó y
en las conversaciones sobre el mar que la transportaba con su brisa
desde Beirut hasta Acre.
Mi prima Nadya falleció en un trágico
accidente la semana pasada. Su pérdida envolvió a todos los que la
amamos en una nube de profundo dolor. En medio de las lágrimas y las
angustias no pude dejar de notar cómo esos momentos de dolor y pérdida
intensos aumentan nuestra conexión con el presente. Los pies firmemente
apoyados en el suelo que soportan el peso de nuestros cuerpos, el lento
goteo de las lágrimas que imparten frescor sobre las mejillas calentadas
por el dolor y los reflejos que deambulan por el espacio de la mente
libremente y exigen persistentemente un ajuste de cuentas con el
propósito, la misión y el legado en la vida.
Y nueve días
después de su muerte es hora de sentarse en medio de otra pérdida. En la
larga línea palestina de penas y pérdidas hoy, una vez más, es el turno
de Jerusalén. Y al igual que en el fallecimiento de mi prima, no puedo
evitar darme cuenta de que esta pérdida me conmueve. No desespero hoy.
No estoy enojada ni sorprendida o decepcionada. Simplemente porque la
pertenencia no se puede dar o quitar.
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