Thailandia, bautizada por la cursilería de los empresarios del turismo
como el “país de las sonrisas”, tiene tras ellas la mirada de los
generales de una Junta Militar que fue capaz de imponer un golpe de
Estado mientras declaraba que defendía la libertad y la democracia, y el
rostro de un nuevo rey, déspota y autoritario, feroz experto en
contrainsurgencia. Ello no impide que las gigantescas operaciones
inmobiliarias que están llenando Bangkok de rascacielos, adornen las
obras con desmesurados carteles a mayor gloria de Bhumibol, el rey
finado, o de su hijo, el monarca Vajiralongkorn, un viejo soldado de la guerra fría,
formado por Estados Unidos en la militancia contra el comunismo.
Vajiralongkorn, el nuevo rey del país, no suscita ningún entusiasmo
popular, pese a que la población thailandesa ha sido moldeada durante
décadas en el fervor monárquico y en la adoración a Bhumibol, a quien el
gobierno y el Consejo Real presentaron siempre como un ser casi divino,
un rey amante de la ciencia y del arte, preocupado por el progreso de
su pueblo, mientras ocultaban con celo extraordinario la oscura red de
sus turbios negocios privados, dirigidos desde su palacio Chitralada,
escondían las concesiones del gobierno, y encubrían que sus inversiones
en muchos sectores de la economía contaban con información privilegiada y
la corrupción. Bhumibol acumuló una gran fortuna, que la revista Forbes
cifraba en 35.000 millones de dólares.
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