Hace cuatro meses que vivo en Estados Unidos, después de haberlo hecho
toda mi vida en Chile, específicamente en la “empalmerada” ciudad de San
Diego. Inmunizada frontera con Tijuana, en donde se levantan los ocho
muros prototipos de la administración de Trump. Violenta hibrys [1] de
la supremacía blanca, es esta la que sirve para sustentar el discurso
que hizo presidenciable la misoginia y el racismo blanco, capitalista e
imperialista, recrudecido y legitimado en el púlpito estatal (¡cuándo no
ha sido así!). Por supuesto que la historia de Estados Unidos, su
propia constitución como Estado, ha demostrado en múltiples ocasiones la
fuerza que esa hibrys posee para perpetuar la voluntad de poder
entendida como dominación (¡cuándo no ha sido así!, again). Sin embargo,
la embestida trumpista ha puesto en juego nuevamente las reaccciones
más mortuorias del pasado, pero ahora engolosinadas frente y en contra
de la crítica pública de medios masivos ante soportes del poder o de las
afirmaciones de incapacidad mental del presidente por parte de
agrupaciones psiquiátricas, como también entre otras, pero
principalmente, de la reactivación de la calle.
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