segunda-feira, maio 12

¡Ay, 68!

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la impugnación permanente del orden establecido adquiría la categoría de tendencia universal. En todo el planeta, de norte a sur y de este a oeste, la estética de la protesta y de la rebelión como actitud vital llenaba las calles de una nueva cultura, plural, heterogénea, diversa que, pese a sus distancias y contextos, tenía muchos puntos convergentes. El más importante, quizá, el intento de acabar con el encorsetamiento de un “viejo régimen” (capitalista, colonial o pseudosocialista) que basaba su estructuración en un juego de dicotomías aparentemente complementarias: gobernantes-gobernados; padres-hijos; personas con estudios-personas sin formación; hombres-mujeres; señores de la metrópoli-nativos de las colonias; empresarios eficaces-obreros irresponsables… La respuesta fue global. Matizada, propia, adecuada a cada realidad. Pero universal. ¿Existía acaso tanta diferencia entre las peticiones de los jóvenes afroamericanos salvajemente reprimidos por el ejército en las calles de Estados Unidos o los estudiantes checoslovacos que reclamaban un socialismo propio y en libertad frente a los tanques soviéticos? ¿No se pueden establecer multitud de puntos en común entre la resistencia palestina a la ocupación sionista después de la Guerra de los Seis Días y la lucha a tiempo completo del pueblo vietnamita contra la brutal invasión norteamericana? ¿No eran idénticas las balas que disparaban, por ejemplo, la policía mexicana, uruguaya o brasileña a las utilizadas por sus “compañeros de armas” en Berlín, Roma o Tokio? El derecho a ser libre, como tantos otros derechos, no tiene fronteras. Pero la teorización necesita de la conciencia. No suele ser un territorio común en la historia de la humanidad. No ocurre a menudo, es cuestión de una particular confluencia de astros en el siempre contradictorio universo social. Ocurrió, por ejemplo, en 1968 digan lo que digan. Algo así como una, en palabras de Jean-Paul Sartre, expansión del campo de lo posible. Quizá por eso hoy, cuarenta años después, seguimos evocando un tiempo colectivo, anónimo, lleno de imágenes e iconos simbólicos cuya banda sonora, como las buenas composiciones corales, tiene un final abierto siempre por escribir.

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