Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la impugnación permanente del orden establecido adquiría la categoría de tendencia universal. En todo el planeta, de norte a sur y de este a oeste, la estética de la protesta y de la rebelión como actitud vital llenaba las calles de una nueva cultura, plural, heterogénea, diversa que, pese a sus distancias y contextos, tenía muchos puntos convergentes. El más importante, quizá, el intento de acabar con el encorsetamiento de un “viejo régimen” (capitalista, colonial o pseudosocialista) que basaba su estructuración en un juego de dicotomías aparentemente complementarias: gobernantes-gobernados; padres-hijos; personas con estudios-personas sin formación; hombres-mujeres; señores de la metrópoli-nativos de las colonias; empresarios eficaces-obreros irresponsables… La respuesta fue global. Matizada, propia, adecuada a cada realidad. Pero universal. ¿Existía acaso tanta diferencia entre las peticiones de los jóvenes afroamericanos salvajemente reprimidos por el ejército en las calles de Estados Unidos o los estudiantes checoslovacos que reclamaban un socialismo propio y en libertad frente a los tanques soviéticos? ¿No se pueden establecer multitud de puntos en común entre la resistencia palestina a la ocupación sionista después de la Guerra de los Seis Días y la lucha a tiempo completo del pueblo vietnamita contra la brutal invasión norteamericana? ¿No eran idénticas las balas que disparaban, por ejemplo, la policía mexicana, uruguaya o brasileña a las utilizadas por sus “compañeros de armas” en Berlín, Roma o Tokio? El derecho a ser libre, como tantos otros derechos, no tiene fronteras. Pero la teorización necesita de la conciencia. No suele ser un territorio común en la historia de la humanidad. No ocurre a menudo, es cuestión de una particular confluencia de astros en el siempre contradictorio universo social. Ocurrió, por ejemplo, en 1968 digan lo que digan. Algo así como una, en palabras de Jean-Paul Sartre, expansión del campo de lo posible. Quizá por eso hoy, cuarenta años después, seguimos evocando un tiempo colectivo, anónimo, lleno de imágenes e iconos simbólicos cuya banda sonora, como las buenas composiciones corales, tiene un final abierto siempre por escribir.
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