La gran cantidad de muertes evitables de las últimas semanas ha
permitido que muchas personas tomen conciencia –y esa es una de las
pocas cosas que hay que agradecer a la actual epidemia– de las enormes
carencias de la sanidad pública y de que éstas son el resultado de un
largo proceso de desmantelamiento. Y es obvio que el mortífero virus no
es responsable de ello.
El Presidente del Gobierno ha llegado a plantear una «Reforma
Constitucional para blindar la sanidad pública» y para «tener un sistema
de salud mucho más fuerte». Su propuesta evidencia el inexistente valor
práctico de los derechos sociales (sanidad, vivienda, educación,
trabajo, etc.) reconocidos en la Constitución, más allá de haber servido
de anzuelo a un pueblo incauto al que le hicieron creer durante la
Transición que todo eso serviría para entrar en el paraíso del «estado
del bienestar». Esas declaraciones no suponen más que un brindis al sol,
dado que se necesita una mayoría de al menos de dos tercios del
Parlamento para reformar la Constitución. Y es evidente que no va a
contar con los votos, no sólo de la derecha, sino del propio PSOE, como
veremos más adelante.
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