Cada vez es más evidente que la crisis energética y la emergencia climática son realidades que permean a pasos de gigante nuestro presente y nuestro futuro inmediato. Necesitamos adaptar nuestras sociedades a un nuevo horizonte de escasez, necesitamos descarbonizar nuestras actividades socioeconómicas; no solo por el impacto medido en emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera, sino también porque minimizar la dependencia de los combustibles fósiles nos hace más resilientes de cara a las discontinuidades en la red global de suministros a la que ya estamos asistiendo desde hace algunas semanas. Para ilustrarlo, basta con este dato: en España, el sector del transporte gasta el 43% de la energía y, de ese consumo, sólo el 1% proviene de la electricidad (empleado en el sector del transporte público); el 99% restante procede del petróleo. Esto hace impensable abordar ningún proceso de transición ecosocial que no parta de la descarbonización del transporte en la que un ferrocarril lento, público y descentralizado ha de estar en el centro de todas las propuestas. Porque, de hecho, no todas las propuestas son viables ni deseables.
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