Cuando fui como un joven reportero por primera vez a Palestina en la
década de 1969 me alojé en un kibutz. Las personas a las que conocí eran
personas trabajadoras, llenas de energía y se llamaban a sí mismas
socialistas. Me gustaron.
Una noche durante la cena les pregunté por las siluetas de personas que se veían a lo lejos, más allá de nuestro perímetro.
“Árabes”,
dijeron, “nómadas”, casi escupiendo las palabras. Dijeron que Israel,
refiriéndose a Palestina, había sido prácticamente una tierra baldía y
que una de las grandes hazañas de la empresa sionista era lograr que
verdeciera el desierto.
Pusieron el ejemplo de su cosecha de
naranjas jaffa que se exportaba al resto del mundo, un triunfo frente a
los caprichos de la naturaleza y la negligencia de la humanidad.
Era
la primera mentira. La mayor parte los naranjales y de los viñedos
pertenecían a palestinos que habían labrado la tierra y exportado
naranjas y uvas a Europa desde el siglo XVIII. Los anteriores habitantes
de la antigua ciudad palestina de Jaffa llamaban a la ciudad “el lugar
de las naranjas tristes”.
En el kibutz nunca se usaba la palabra “palestino”. Pregunté por qué. La respuesta fue un silencio problemático.
En
todo el mundo colonizado quienes nunca logran ocultar el hecho, y el
crimen, de vivir en una tierra robada temen la verdadera soberanía de
los pueblos originarios.
Como saben demasiado bien las personas
judías, el siguiente paso es negar su condición humana a las personas. A
eso sigue de forma tan lógica como la violencia el destruir la
dignidad, la cultura y el orgullo de las personas.
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