En este pueblo, como en todos los de esta región, se encontraban muchas fuentes de piedra (bachal) con un buen caudal que no paraba nunca y donde, en verano, íbamos a beber al pasar y los rebaños de vacas se reunían para saciar su sed antes de ir al campo y a la vuelta. Era allí donde, a falta de máquina, mi madre lavaba las sábanas con esa agua clara y fría. Yo la ayudaba a enjuagar y a llevar la colada con una carretilla. Recuerdo que mi padre, oriundo de Extremadura, les decía a los aldeanos lo afortunados que eran por tener un agua tan buena y abundante. Tal vez ellos no lo entendieran bien, pero yo tenía unos doce años cuando sufrí mi primer choque emocional ecológico. Por primera vez vi una tienda que vendía agua. Me disgustó y entristeció mucho ver agua capturada en una botella de plástico para ser vendida. Agua que, para mí, pertenecía a la vida, tanto a los humanos como a los animales y las plantas. Tuve un flash: un día, el aire nos será vendido.
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