El sistema legal, económico, político y cultural dominante que
sufrimos promueve los comportamientos egoístas y predatorios. Se admira a
quienes con más eficacia y de manera no recíproca vampirizan y acaparan
la riqueza generada por ecosistemas o el trabajo de comunidades
humanas. En un planeta finito y ecológicamente degradado, la acumulación
de riqueza de unas personas es siempre a costa de la desposesión de
otras.
Una sociedad sostenible y saludable debería, en cambio,
dotarse de mecanismos que penalicen el abuso de lo común e incentiven
aquellos comportamientos que mejoren la vida de toda la comunidad y
regeneren el medio ambiente del que depende todo ser vivo (humano y no
humano). Hasta que no comprendamos que la prosperidad, la seguridad y la
felicidad solo se consiguen mediante colaboración, confianza y
reciprocidad seguiremos atribuyendo la causa de la enfermedad a sus
síntomas. Pensaremos, erróneamente, que las víctimas de un sistema
perverso—y no el sistema en sí que funciona aplastando a cada vez más
personas en beneficio de unos pocos privilegiados—son nuestro problema.
No
conviene confundirse de enemigo: lo que resulta socialmente corrosivo y
peligroso es la desigualdad y la asimetría de poder, no sus víctimas
(las personas más vulnerables). Los que se apropian del bien común son
los ricos y poderosos, no los pobres e inmigrantes. Solo hay que
recordar que un puñado de personas que caben en un bar pequeño de barrio
acaparan más riqueza que el 50% de la población mundial o que el 1% de
los humanos dispone de tanta riqueza como el 99% restante. Con estas
cifras en mente, nadie puede argumentar que a la sociedad le sale caro
mantener a las personas en riesgo de exclusión social sin que suene a
distorsión malintencionada de la realidad.
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