La primera vez que oí la insultante expresión “putofobia” -que viene a
ser estigmatización y odio a las mujeres prostituidas- fue en 2005, en
una conferencia a la que acudí para hablar sobre las violencias
infligidas a las mujeres en la industria del sexo. En el transcurso del
turno de palabra, una joven feminista me dijo que mi “putofobia” era un
grave problema. “Las feministas de la segunda ola odiáis a las
trabajadoras sexuales”, me dijo. “Vuestra política ya está superada”.
La acusación de “putofobia” se utiliza cada vez más con fines
disuasorios y para acallar cualquier crítica a la industria del sexo.
Es
un punto de vista sobre la prostitución que está avalado por las normas
que rigen los “espacios seguros” universitarios, en las que el alumnado
trata a menudo de clasificar la prostitución como identidad sexual en
lugar de algo que se hace a las mujeres más pobres y privadas de
derechos del planeta, con la excepción de unas pocas, del tipo
“prostituta feliz”, muy conocidas y mediáticas.
La prostitución no es sexualidad. Hay una clara diferencia entre
orientación, identidad sexual y prostitución (una forma de violencia
ejercida por los hombres). Las feministas radicales reconocemos esa
diferencia, pero para las de la tercera ola todo forma parte de un gran
crisol, a menudo llamado “queer”.
Pensar que yo o cualquier otra feminista que critique la industria del
sexo sufrimos una “aprensión irracional” hacia las mujeres prostituidas
es algo que me deja atónita. Esa utilización retorcida -como si fuera
una condecoración- de la palabra “puta” para designar a una mujer
prostituida, no es ni más ni menos que grotesca. Son los hombres
quienes determinan quién es “puta” y las mujeres no podemos reivindicar
una palabra que desde su origen nunca fue nuestra.
Las sobrevivientes de la prostitución me la han descrito una y otra vez
como una violación de pago. Los hombres que pagan por sexo compran
subordinación sexual. Si el “consentimiento” tiene que ser comprado, no es consentimiento.
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