Apreciado señor Blair:
Usted no me conoce, ¿por qué tendría que conocerme? O quizás sí debería haberme conocido, junto a otros muchos funcionarios de las Naciones Unidas que se esforzaban en Iraq mientras usted fraguaba su política sobre este país. Leer los detalles de su “viaje” relativos a Iraq, según deja escrito en sus memorias, ha confirmado mis temores. Cuenta usted la historia de un dirigente, no la de un hombre de Estado. Podría, al menos al final, haber dejado las cosas claras, pero, por el contario, repite todos los argumentos que ya hemos oído otras veces: por qué las sanciones tuvieron que ser como fueron; por qué el miedo a Sadam Huseín fue mayor que el miedo a traspasar la línea entre su preocupación por las personas y la política de la fuerza; por qué Iraq terminó como un cubo de basura humana. Y por qué usted optó sumarse al diktat de Bill Clinton en su Iraq Liberation Act, de 1988, y al deseo de George W Bush de ponerla en práctica.
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