Era el verano de 2002. Los funcionarios más encumbrados de la administración Bush sabían que lo de Iraq era algo realmente grande. De momento, estaban en los planes pero esperaban la llegada del otoño para lanzar la campaña a todo gas para convencer al Congreso y el pueblo de Estados Unidos de que debían respaldarlos. Como dijo en ese momento el jefe del equipo de la Casa Blanca, Andrew Card, que supervisaba la venta de la invasión, “Desde el punto de vista del marketing, nunca lanzas un nuevo producto en agosto”.
Para ellos, no había que pensarlo tanto. ¿El poder militar estadounidense contra el destartalado ejército de Saddam? Aquello sería, como lo describió un fanático neocon, un “paseo”. De hecho, ya estaban pensando hacia dónde se volverían después. Como bromeaban los que estaban ala tanto de la cuestión, “Todos quieren ir a Bagdad; los hombres de verdad quieren ir a Teherán”. Sin embargo había una figura clave que tenía sus dudas. Según Bob Woodward, del Washington Post, el secretario de Estado Colin Powell le hizo esta advertencia al presidente: “Usted será el orgulloso dueño de 25 millones de personas. Será el dueño de todas sus esperanzas, aspiraciones y problemas. Será el dueño de todo”. Woodward señaló también que “en privado, Powell y Richard Armitage, secretario de estado adjunto, llamaban a esto la ‘Regla de la cacharrería’: ‘Lo que rompas es tuyo’”.
De hecho, la cacharrería no tenía reglas, pero cualquiera que fuera la regla pensada por Powell resultó ser el comienzo de algo que él no podía haber imaginado. Una vez que las cosas empezaron a ir desesperadamente mal, por supuesto, no había manera de volver atrás con la invasión y se comprobaría que el “título de propiedad” de Iraq era hereditario. El presidente que accedió al poder a continuación, en parte por haberse opuesto a la guerra y jurado que cuando llegara al Despacho Oval sacaría a los militares de Iraq para siempre, es ahora el dueño de la tercera guerra de Iraq, algo de lo que no se siente precisamente orgulloso. Y si ha habido una nación rota, esa nación es Iraq.
Al final, la regla de Powell se ha convertido en algo aplicable a cada país tocado por el poder militar de Estados Unidos en los últimos años, entre ellos, Afganistán, Yemen y Libia. En cada una de estas instancias, las esperanzas de Washington planearon muy alto. En cada una de estas instancias, el país quedó roto. En cada una de estas instancias, Estados Unidos acabó “adueñándose” de él de una manera cada vez más horrorosa. Lo peor de todo es que en ninguna de estas instancias, Washington pudo arreglárselas para terminar la lucha de algún modo, ya fuera utilizando unidades de Fuerzas Especiales, drones o –en el caso de Iraq– todos esos recursos a la vez y miles de instructores despachados para poner en pie a un ejercito quebrado, la criatura de la administración Bush en la cual se invirtieron 25.000 millones de dólares. El fracaso en todo el tablero sería la historia del siglo XXI de Washington en el Gran Oriente Medio y el norte de África; aun así, la única lección que aparentemente se ha aprendido es que –militarmente– ha de hacerse más, nunca menos.
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