Sobre la bandera republicana que durante media vida ha llevado en la solapa, todavía sopla el viento. En sus ojos, aún queda la humedad de aquellas lágrimas de tantas noches sin cenar, de tantas noches sin dormir, de tantas noches oyendo y soportando los gritos de sus compañeros. Los gritos de espanto y de dolor, las voces ahogadas de los que al día siguiente tal vez cogerían el último tren, el tren que acababa parando en una siniestra estación llamada Ziclón-B.
Bajo las gotas gélidas de otra madrugada (otra más, y cuántas iban, quién lo sabe si no fuera por Celestino que lleva la cuenta apuntando sobre un viejo papel con la sangre que se hace cada noche con un cristal). Aquellas madrugadas mientras el viento de terror no dejaba de soplar sobre el Viejo, Viejísimo Continente. Nevaba en Europa, y nevó durante más de cuatro años en su corazón, y en el de sus compañeros que ya no volverían por la noche a dormir al barracón: asesinados por un kapo (vade retro, peste traidora), mordidos por un doberman, pateados por unas botas de caña. Azotados con una fusta curtida con piel de judío, una fusta aria y nibelunga.
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