Fue un suceso espantoso. Condenado por la mayor parte del mundo y reflejado de forma especialmente conmovedora por muchos humoristas gráficos. Quienes planearon la atrocidad escogieron su objetivo cuidadosamente. Sabían que un acto así iba a crear el máximo horror. Era la cualidad, no la cantidad lo que buscaban. La respuesta no les habrá sorprendido ni desagradado. Les importaba un comino el mundo de los no creyentes. A diferencia de los inquisidores medievales de la Sorbona, no tienen autoridad legal ni teológica para hostigar a libreros y editores, para prohibir libros y torturar escritores, por eso han ido un paso más allá y decidieron las ejecuciones.
¿Qué sucede con esos soldados de a pie? Las circunstancias que atraen a hombres y mujeres jóvenes hacia esos grupos son una creación del mundo occidental en el que habitan, que es en sí mismo consecuencia de largos años de dominio colonial en los países de sus antepasados. Sabemos que los hermanos parisinos Chérif y Saïd Kouachi eran jóvenes de pelo largo e inhaladores de marihuana y otras sustancias hasta que (al igual que los autores de los atentados del 7 de julio en Londres) vieron los videos de la guerra de Iraq y, en particular, de las torturas que se perpetraban en Abu Ghraib y de los asesinatos a sangre fría de ciudadanos iraquíes en Faluya.
Buscaron consuelo en la mezquita. Y allí se fueron radicalizando bajo la égida de religiosos extremistas para quienes la guerra de Occidente contra el terror se había convertido en una oportunidad de oro para reclutar y dominar a jóvenes, tanto en el mundo musulmán como en los guetos de Europa y Norteamérica. Enviados primero a Iraq a matar estadounidenses y más recientemente a Siria (¿con la connivencia del Estado francés?) para derrocar a Asad, a esos jóvenes se les enseñó a utilizar las armas con eficacia. De vuelta a casa, estaban listos para desplegar esos conocimientos contra quienes ellos creían que les estaban atormentando en tiempos difíciles. Eran ellos los que se sentían perseguidos. Charlie Hebdo representaba a sus perseguidores. El horror no debería cegarnos ante esta realidad.
Charlie Hebdo no hacía ningún secreto del hecho de que intentaban continuar provocando a los creyentes musulmanes haciendo blanco de sus chistes al profeta. La mayoría de los musulmanes se sentían indignados por ello pero ignoraron el insulto. El periódico había reproducido las caricaturas sobre Mahoma publicadas por el diario danés Jylland-Posten en 2005, en las que se le describía como un inmigrante pakistaní. El periódico danés admitió que no habría publicado nunca nada parecido para describir a Moisés o a los judíos (aunque quizá lo había hecho ya: ciertamente, había publicado artículos que apoyaban al Tercer Reich), pero Charlie Hebdo consideraba que tenía la misión de defender los valores laicos republicanos contra todas las religiones. En ocasiones ha atacado al catolicismo, aunque apenas se ha referido al judaísmo (aunque los numerosos ataques de Israel contra los palestinos le han ofrecido muchas oportunidades) y ha concentrado sus burlas sobre el islam. El laicismo francés parece abarcarlo todo hoy en día siempre y cuando no sea islámico. Las denuncias contra el islam han sido implacables en Francia, siendo “Soumission”, la nueva novela de Michel Houellebecq (la palabra islam significa sumisión), la salva más reciente. Predice que el país estará gobernado por un presidente de un grupo que denomina Fraternidad Musulmana. Charlie Hebdo, no debemos olvidarlo, publicaba una portada satirizando a Houellebecq el día en que fue atacado. Defender su derecho a publicar sin que importen las consecuencias es una cosa, pero sacralizar un periódico satírico que habitualmente elige como blanco de sus viñetas a quienes son víctimas de una islamofobia rampante es casi tan estúpido como justificar los actos de terrorismo en su contra. Cada actitud alimenta a la otra.